En la Epístola 4 (a Oldenburg), Spinoza dice que nada se crea, ni siquiera nuestro cuerpo, que ya "existía antes, pero bajo otras formas".
La naturaleza no es divisible (E1, 14), hay una unidad, o continuidad indivisible en los modos de la Extensión. La materia física, diríamos, las cosas de nuestro mundo, se agrupan, coordinan y reagrupan constantemente de forma aleatoria o con finalidad antrópica, pero siempre con la misma necesidad con la que todo ocurre. La unidad en la que consisten las cosas (también el hombre) es fugaz. La idea de individuo es relativa, por tanto. El individuo siempre está formado por otros individuos de distinto rango, y esas composiciones y unidades están en continuo cambio. Hablar, por tanto, de individuo compuesto es tanto como hablar de composición y descomposición constantes. De generación y de corrupción. Todo en este mundo (y no hay otro) es corruptible, mudable.
Ahora bien, desde otro punto de vista, cabe hacer otras apreciaciones. Decimos que la Sustancia, que la Naturaleza, que Dios, es indivisible y, por tanto, incorruptible. En efecto, las cosas son en Dios, y se conciben en él, y por él, y sin él nada son (E1, 15). Los modos, las maneras de manifestarse la Sustancia, sí son fugaces, accidentales, corruptibles. Pero esto es así desde el punto de vista de la imaginación. Porque desde la eternidad (sub specie aeternitatis), esas cosas fugaces, esos modos, siguen la implacable necesidad del orden del ser. Y ningún modo de la Sustancia es consciente de esto. Salvo el hombre. Y su salvación (su salud, salus) depende de ser plenamente consciente de este hecho. Y de esto trata esencialmente el libro V. De que, aunque nuestro cuerpo sea un lugar pasajero, algo "que ya existía desde siempre, aunque bajo otras formas", somos, a pesar de todo, eternos.
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